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martes, 25 de enero de 2011

LAS AUTONOMÍAS Y LOS CIUDADANOS.

En declaraciones recientes el ex Presidente Aznar se refería al estado autonómico como inviable a la vista del contexto económico actual. Hoy, el Secretario de Organización del PSOE y Presidente de Aragón lo califica de éxito y se remonta para justificarlo, nada menos, que a la experiencia de las guerras carlistas. Por su parte, Mariano Rajoy habla de reformar el estado autonómico para evitar duplicidades y limitar el techo del gasto de las autonomías pero no concreta ninguna medida.

Parece que la grave crisis económica empuja a los políticos a cuestionarse algunos extremos del funcionamiento de las autonomías más por necesidad que por convicción. Una vez más, da la impresión que la percepción de la clase política está muy alejada de las preocupaciones de los ciudadanos que sólo reparan en la existencia misma y la forma de este estado cuando se convierte en una rémora para su progreso personal y colectivo. Durante más de dos años el debate político ha estado profundamente marcado por la tramitación, aprobación y constitucionalidad del Estatuto catalán y en la estela del mismo se iniciaban reformas de otros estatutos autonómicos. Muchos políticos hablaban de trascendencia vital, de aspiraciones irrenunciables, de sentimientos nacionales,… pero ¿de quién? Porque lo que fue evidente es que la mayor parte de la población “pasaba” olímpicamente de tan grandilocuentes palabras, empezando por los catalanes. Parecía que si no se aprobaba el estatuto catalán sus ciudadanos se inmolarían ante tamaña afrenta y ¿qué pasó cuando los catalanes tuvieron que ir a las urnas para aprobar tan vital y esencial Estatuto? Pues que la mayoría prefirió quedarse en casa o irse a la playa antes que cumplir con tan patriótica proeza ante las urnas: más de la mitad de los electores no fue a votar y del total de electores censados a penas llegó al 36 % el porcentaje de los que dieron el sí a tan ansiada norma. Es evidente, por tanto, que el Estatuto, norma identitaria por excelencia de Cataluña, interesaba fundamentalmente a la clase política y no a la mayoría de los ciudadanos. Las autonomías son sobre todo un objeto de interés y atención de la clase política y no de la mayoría de los ciudadanos. Son los políticos quienes envolviéndose en las banderas regionales levantan polémicas, atizan diferencias, inventan agravios y justifican así su propio papel, la necesidad de su existencia para resolver la agenda que ellos mismos llenan. Sin agravios, sin diferencias y sin polémicas ¿qué razón de ser tendrían los políticos nacionalistas, regionalistas y asimilados?

Hoy, cuando los recursos escasean las miradas se vuelven hacia los presupuestos públicos. Lo hacen los ciudadanos que ven cómo día a día crecen las dificultades y empiezan a hacerlo algunos medios de comunicación. Este domingo, en un diario nacional se recogían algunas cifras relativas al funcionamiento de las comunidades autónomas. Los datos son asombrosos. 17 parlamentos autonómicos que nos cuestan 410 millones de euros al año. 161 millones para los altos cargos de las autonomías y como deben ser un poco incompetentes necesitan otros 100 millones en asesores. 1000 millones para las televisiones autonómicas, todas deficitarias. 500 millones de euros para asuntos exteriores, con la salvedad de que se trata de una competencia exclusiva del Estado. Tribunales de cuentas autonómicos, Defensores del Pueblo autonómicos, Boletines oficiales, coches oficiales, gastos de representación (tan solo el Presidente de Aragón dispone de más de 600.000 euros al año para estos menesteres), etc. que suponen otros centenares de millones de euros a cargo de los contribuyentes. Y 65.000 millones anuales para las nóminas de los funcionarios autonómicos. En fin, todo un catálogo de gastos de las autonomías que en muchos casos duplican competencias y funciones del Estado. ¿Todo esto, de verdad, redunda en una mayor calidad de vida de los ciudadanos? ¿Hay más democracia así?

En los debates preconstitucionales se decía que las autonomías servían para acercar la administración a los ciudadanos y para recuperar y fortalecer las personalidades de cada región. Simultáneamente se fue introduciendo el concepto de autonomía política, concepto de difícil encaje con el de soberanía nacional. Hoy la cercanía de los centros de toma de decisiones a los ciudadanos no es más que un concepto geográfico pues entre estos y aquellos se han construido enormes burocracias, calcadas del Estado, y en muchas ocasiones generando duplicidades. En la era de las nuevas tecnologías y de las comunicaciones globales hay otras formas para acercar el poder al ciudadano. Por otra parte, hoy resulta irrelevante, en un régimen de libertades como el nuestro, la existencia de poderes periféricos para que las peculiaridades culturales territoriales tengan el espacio natural que les corresponde.

Mientras que el proceso de construcción europea se ha basado en una progresiva cesión de competencias de los estados hacia entes superiores y en una progresiva armonización de las normas estatales con el fin de lograr un espacio común en el que se haga realidad la libre circulación de bienes y personas, en España hemos seguido un proceso inverso. El resultado de este proceso es un progresivo aumento de las diferencias territoriales que dificultan cada vez más esa libre circulación interior. ¿Es un avance que hoy existan 17 permisos diferentes para la práctica de la caza o la pesca? ¿Es un avance que los ciudadanos de una región tengan derecho a unas prestaciones sanitarias concretas y los de la región vecina no? ¿Es un avance que en un mundo globalizado los jóvenes catalanes manejen peor el castellano que los de hace 25 años? ¿Es un avance que alguien no pueda estudiar en castellano en algunos lugares de España?

Son muchas más las cuestiones que merece la pena plantearse. No se trata simplemente de la viabilidad o no económica de nuestro estado, sino de las prioridades a las que debe servir sobre todo. Si el ciudadano y sus necesidades no pasan a ocupar el primer lugar de la agenda política, será estéril cualquier debate sobre la configuración de nuestro Estado. Y si la conciencia colectiva no se despierta y se cuestiona estos aspectos, tampoco servirá de nada.

Santiago de Munck Loyola