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miércoles, 16 de noviembre de 2011

La invasión de los tecnócratas: todo para el pueblo, pero sin el pueblo.

Los mercados internacionales decidieron que había que acabar con el primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, cuyo partido, el Polo de la Libertad, había ganado las últimas elecciones generales, y sustituirlo por un técnico, Mario Monti. Tras tiras y aflojas, Mario Monti ha sido nombrado primer ministro, ha compuesto un gobierno sin políticos y en breve habrá de someterse a la cámaras para obtener el respaldo de los partidos políticos, es decir, de los representantes de la soberanía popular. Esta complicada operación parece reunir todas las formalidades exigibles por la Constitución italiana, pero siendo un proceso técnicamente legal se plantean dudas más que razonables sobre su legitimidad y, por tanto, sobre la calidad de la democracia italiana. A lo mejor, con ello mejora la calificación de la deuda italiana, pero indudablemente empeora la calificación sobre la calidad democrática del sistema político italiano.

Los italianos no han sido consultados en las urnas sobre esta decisión que sus representantes han tomado para complacer a los mercados internacionales. El poder del dinero se ha impuesto sobre la soberanía popular. Hay quien saluda esta decisión y justifica la legitimidad de la misma argumentando que los parlamentarios son los legítimos representantes de los ciudadanos y, por tanto, los únicos con capacidad decisoria al respecto. Una vez más, se confunde la legitimidad de origen con la legitimidad de ejercicio. Los parlamentarios lo son porque fueron elegidos presentando un programa a los electores que, en virtud del mismo, les confirieron el voto. Ninguno de esos programas electorales contemplaba una eventualidad como ésta y, por tanto, los parlamentarios carecen de mandato alguno de los electores para adoptar una decisión tan trascendental como ésta.

A esta circunstancia hay que sumar otra que resta aún más legitimidad al nuevo gobierno italiano. Ninguno de los nuevos ministros propuestos por el Profesor Monti son políticos, ninguno ha comparecido ante las urnas y ninguno de ellos, por tanto, ha recibido mandato alguno de los votantes.

Las democracias reales, las democracias serias no funcionan así. Nos encontramos ante una recuperación del viejo principios del absolutismo ilustrado de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. Es muy posible que los italianos eligieran mal en las últimas elecciones y que el gobierno surgido entonces haya resultado un desastre, pero es lo que eligieron y si ahora es preciso rectificar el rumbo debería ser la propia ciudadanía la que tomase una nueva decisión.

Las reglas de juego básicas en cualquier democracia pasan porque los ciudadanos elijan un programa de gobierno y un determinado gobierno o que adopte decisiones que permitan a los partidos políticos llegar a determinados acuerdos para hacerlo cuando no hay un mandato claro al respecto. En este caso, estas reglas no se cumplen.

Es muy posible y lo hemos visto recientemente en España que un gobierno no esté compuesto precisamente por personas preparadas para abordar situaciones tan difíciles como las actuales pero ese error, si así lo aprecian los ciudadanos, se debe pagar en las urnas. Si los llamados tecnócratas tienen que gobernar un país deben recibir el mandato de los ciudadanos para ello, es decir, deben presentarse a las elecciones con las siglas de su preferencia (no nos engañemos, por muy técnicos que sean cada uno tiene su ideología política) o formalizar programas y candidaturas independientes. Pero si los tecnócratas llegan al poder por vías diferentes estamos ante una auténtica prostitución de la democracia y ante una estafa legal a los ciudadanos. De seguir con esta vía, cualquier día nos quitan las elecciones y convocan oposiciones a Presidente del Gobierno. Y, si no, al tiempo.

Santiago de Munck Loyola


Pobre España pobre.

No hace muchas horas, en los informativos de una cadena de televisión se podían ver unas imágenes en las que aparecían unos ancianos que esperaban a que se sacaran a la calle los contendores de la basura de un restaurante para registrarla y sacar comida para llevarse a casa. Después de coger lo que podían aprovechar, volvían a meter en los cubos la basura que no les servía. No eran éstas las únicas escenas de este estilo que últimamente se han podido ver en las televisiones. Cada vez son más los casos de gente que tiene que buscar en la basura para poder comer. Desempleados y jubilados, gente que hasta no hace mucho podía, con más o menos dificultades llegar a fin de mes, hoy ya no puede hacerlo. Los comedores sociales de Caritas, de esa Iglesia tan denostada por algunos, no dan ya  abasto, se han quedado pequeños. En nuestro país ya hay 1.425.200 familias en las que todos sus miembros están en paro y sin ingresos. El 4,3 por ciento de los españoles con 65 o más años se encuentra en estado de desnutrición y el 25,4 por ciento se halla en riesgo de padecerla. En 2011 más de 100.000 familias perderán su vivienda. Todos los datos estadísticos señalan que hoy muchos más pobres en España que en 2004 y que la brecha entre los ricos, que son más ricos que en 2004, y los pobres se ha agrandado de forma notable. Esta es la realidad que estamos viviendo, la realidad que existe en nuestras calles a pesar de la casi paradisíaca imagen que, salvo excepciones, nuestros medios de comunicación transmiten. Pan y circo para los que aún no les ha tocado la crisis. Entretenimiento, fútbol, chismorreos del corazón y banalidades para huir de una realidad estremecedora.

Que un país como el nuestro permita que muchos de sus ancianos, tras toda una vida de trabajo y esfuerzo, tengan que rebuscar en la basura para comer no tiene vergüenza. Que una sociedad como la nuestra atiborrada de estandartes y lemas sociales, tan grandilocuentes como huecos, abandone a su suerte a tanta gente no es digna de respeto.

No estamos hablando de cualquier país, no. Estamos hablando de España, de nuestro país, de nuestras ciudades, de nuestras calles, de nuestros vecinos o de nosotros mismos. Hemos construido dos mundos, dos realidades diferentes que compartiendo tiempo y espacio se rehúyen. La España oficial, la que se refleja en la inmensa mayoría de los medios de comunicación, la de la clase política y la de una gran parte de la sociedad española, instalada con mayor o menor comodidad, que prefiere mirar a otro lado. Y la España de los comedores sociales, del hambre y el frío, de los desalojos y el abandono que no es escuchada normalmente.

A la primera España pertenece la segunda mayor flota de coches oficiales del mundo porque nuestra clase política no usa su vehículo privado o los medios de transporte público para ir a trabajar, a cumplir sus obligaciones. A la primera España pertenecen los miles de asesores que necesitan nuestros políticos para intentar hacer aquello por los que les pagamos. De esa España forman parte las indemnizaciones millonarias de los banqueros que se embolsan tras vaciar las entidades financieras que tenían a su cargo y que los demás saneamos con nuestros impuestos. A la misma pertenecen las SICAV, las pensiones de oro de los políticos, los dobles y triples sueldos disfrazados y con origen en la caja pública, los privilegios en las pensiones, los más de 100.000 teléfonos móviles pagados con dinero público y sin control de uso alguno, los cientos de millones de euros en subvenciones repartidos entre partidos políticos y sindicatos, los ERES fraudulentos, las obras públicas inútiles que no hay quien mantenga tras su inauguración, los privilegios recaudatorios de la SGAE, los pelotazos urbanísticos, las burbujas inmobiliarias y financieras, las primas de riesgo y su “santa” madre…

Entre una y otra España hay un gran muro, un muro de la vergüenza que es negado e ignorado, pero que ahí está. Y la clase política, en la medida que se afianza, olvida cada vez más una realidad que no le gusta o, lo que es peor, que no conoce. En el fondo, la clase política sólo es un producto, un reflejo de la sociedad que la genera, la encumbra y la tolera. Una sociedad anestesiada e insensible sólo puede generar una clase política igual de anestesiada e insensible.

Hoy mandan los mercados, los especuladores y la clase política hace lo que sea menester para tranquilizarlos. Si hace falta hasta se cambian gobiernos sin que el pueblo vote siquiera. Y si hay que reducir gastos porque no se puede seguir gastando más de lo que se tiene, se empieza siempre aplicando unos retoques cosméticos a cuanto afecta a la propia clase política (ejemplaridad dicen) y se continúa con cirugía de campaña, sin anestesia, para los demás. Y así no se puede seguir por mucho tiempo. Torres más altas han caído.

Santiago de Munck Loyola