Parece
ser que últimamente los dirigentes del Partido Popular y del PSOE han empezado
a detectar lo que algunos llaman la “desafección” de una gran parte de los
ciudadanos hacia la clase política y que, en consecuencia, van a estudiar el
asunto para intentar corregirlo. O sea, que han tardado pero empiezan a notar
algo que para cualquiera era evidente: que muchos ciudadanos están
profundamente “cabreados” con la clase política. Y fieles a su proverbial
sentido de Estado los dirigentes de los partidos mayoritarios han empezado por
done siempre, por culparse mutuamente del progresivo rechazo que la clase
política genera en la gente. Sólo falta que para completar sus costumbres el
anunciado estudio conjunto de medidas para abordar el problema se haga mediante
la constitución de una comisión parlamentaria a 600 € de dietas por asistente.
Ya lo decía Napoleón, “si se quiere que un asunto no prospere, forme una
comisión de estudio”. Y tan felices.
Una
vez más, parece que la clase política no se da cuenta del verdadero alcance del
problema que puede suponer el creciente rechazo que provoca en los ciudadanos y
que es incapaz de aprender de la experiencia italiana en los años 90 que supuso
el derrumbamiento electoral de los partidos tradicionales o de otras
experiencias en las que los populismos han barrido partidos e instituciones.
Nuestra
sociedad se ha empobrecido enormemente y los continuos recortes provocan un
profundo malestar y un rechazo cada vez más generalizado. Los españoles pagamos
hoy las consecuencias de la mala gestión de la clase política mientras que ésta
sigue inalterable instalada en sus privilegios. Es la clase política la que ha dispuesto
la construcción de aeropuertos vacíos, de autopistas que nadie usa o de
edificios e instalaciones insostenibles y lo ha hecho sin tener el dinero
necesario para ello, pidiéndolo prestado. Ahora, no sólo hay que devolver ese
dinero sino que, además, hay que pagar unos intereses anuales que se comen el
presupuesto público. La mala gestión de la clase política la sufrimos todos los
ciudadanos y, sobre todo, los que cuentan con menos recursos.
Es
normal que la mala gestión de los políticos provoque un mayor distanciamiento
de los ciudadanos hacia ellos, pero no es sólo eso. Es que, además, nuestra
clase política no ha hecho la más mínima autocrítica. Aquí nadie ha tenido la
honestidad intelectual de reconocer los errores y de pedir, en consecuencia,
perdón a los ciudadanos. O culpan al adversario de los problemas o, en algunos
casos, se envuelven en la bandera regional para ocultar su profundo fracaso y
engatusar a su opinión pública con quimeras antihistóricas. Y no contentos con
ello, nuestra clase política, salvo honrosas excepciones, sigue instalada en un
mundo de auténticos privilegios que suponen un agravio y un insulto permanente
hacia sus víctimas, los sufridos ciudadanos. Es francamente improbable que sin
un verdadero ejercicio de autocrítica nuestra clase política sea capaz de
corregir su rumbo.
Son
muchas las cosas que deben cambiar para intentar recuperar la confianza y la
credibilidad del conjunto de los ciudadanos. Y lo primero que tendrían que
asumir es que sin ejemplaridad sobra todo lo demás. Ante millones de ciudadanos
asfixiados por subidas de impuestos, por el desempleo o por recortes en
servicios esenciales es imprescindible que la clase política ofrezca un ejemplo
de sacrificio y de austeridad y debe hacerlo, además, porque ella es la
causante de nuestros males.
¿Sobran
políticos? Es probable, pero no es ése el único problema. ¿Podemos gastarnos
350 millones de euros al año en sostener los Parlamentos Autonómicos? Puede que
no. Son preguntas cuyas respuestas requieren un estudio mucho más profundo y
cuya solución sólo puede pasar por un amplio consenso político y social. Sin
embargo, hay otros aspectos más inmediatos que sí podrían suponer un gran paso
hacia la ejemplaridad de la clase política. Es el caso de las retribuciones con
dinero público. Hay que terminar de una vez con los abusos. En un país
arruinado las administraciones públicas no pueden seguir pagando salarios por encima
de los 70.000 € que cobra el Presidente del Gobierno. Es también el caso de los
privilegios fiscales de los parlamentarios ¿por qué no tributan en el IRPF como
cualquier ciudadano? ¿No conocen la diferencia entre inmunidad parlamentaria e
impunidad? Es igualmente el asunto de las pensiones. Mientras que a los
ciudadanos se nos endurecen los requisitos y períodos para cobrar una
determinada pensión ¿por qué hay que consentir que nuestros parlamentarios
puedan cobrar la pensión máxima con sólo 11 años cotizados? ¿Por qué no se
someten al régimen general? Es el régimen de incompatibilidades, por ejemplo,
que permite que parlamentarios y políticos cobren con cargo al erario público
dos o más retribuciones disfrazas como indemnizaciones, pensiones o salarios. Nuestros
parlamentarios cobran sus sueldos íntegros y, sin embargo, simultanean su
actividad parlamentaria con dedicaciones privadas. Pues no, en las actuales
circunstancias no se lo pueden permitir. Les pagamos un sueldo íntegro para que
se dediquen exclusivamente a su labor y si no les parece suficiente que
renuncien al escaño. Es el caso de los coches oficiales, de los viajes gratis
total, de los consejos de administración, de los teléfonos gratuitos, de las
dietas por alojamiento teniendo casa propia en la capital, los taxis a cargo de
los contribuyentes,… La lista de privilegios prescindibles sería muy extensa y
si no la recortan, como nos recortan nuestros sueldos y prestaciones, el
rechazo hacia la clase política seguirá creciendo. Y del rechazo a la expulsión
hay muy poquito.
Necesitamos
una clase política ejemplar y ésta no lo es. Una clase política que haga su
trabajo, que cobre por él, que no se beneficie de aquello que no pueden
disfrutar los ciudadanos, que, en definitiva, tenga la autoridad moral y la
legitimidad de ejercicio suficiente como para poder pedirnos sacrificios a
todos.
Santiago
de Munck Loyola