Hace un par de días
entrevistaban en un programa de televisión a Manuel Milián Mestre, exdiputado y
fundador del PP, quien entre otras muchas cosas señaló que en nuestros días
estamos viviendo no sólo una crisis política, sino moral, subrayando que “en la
política actual triunfan los oportunistas y los mediocres" y que éstos “ascienden
al poder y los excelentes son apartados". Subrayó que "antes se
llegaba con meritocracia. Ahora, con el codo y el amiguete". ¡Cuánta razón
le asiste al exdiputado popular! La Política, con mayúsculas, una de las tareas
más nobles a las que se puede dedicar un ciudadano se ha convertido en los
últimos años en una actividad repudiada por la mayoría de la gente, como
evidencian todos los estudios de opinión que en los últimos tiempos han venido
siendo publicados. El descrédito de la política y de los políticos es una
realidad de nuestros días que encierra enormes peligros para el sistema
democrático si no se ponen medidas para corregirlo.
La Política cuya única
razón de ser consiste en la consecución del bien común está siendo devaluada
por sus principales actores en nuestro sistema, los partidos políticos y su
producto más genuino, la clase política o casta política, como determinados
autores la califican. Los partidos políticos, con el paso de los años, se han
ido convirtiendo en maquinarias electorales, en agencias de colocación de
amigos y familiares, que han sacrificado sus respectivos códigos de principios
y valores a la rentabilidad electoral. Los partidos políticos en lugar de
formular propuestas desde determinados principios y valores vienen modulando
sus mensajes en función de lo que creen que puede resultar más agradable y
atractivo al oído del elector renunciando, con ello, al liderazgo social que
deberían ejercer. No se cuenta la verdad porque puede hacer perder votos. No se
formulan compromisos porque luego hay que cumplirlos. No se defienden valores o
principios porque ello puede ser políticamente incorrecto. Los partidos
políticos han trabajado tanto para presentar envoltorios atractivos que han
dejado a un lado la importancia del contenido. Las ideologías se han ido
difuminando de tal manera que los partidos van perdiendo la conexión ciudadana
que se sustentaba en la identificación con códigos de valores concretos.
Y los partidos
políticos, en su actual configuración, han sacrificado igualmente la libertad
interna, el debate ideológico en su seno, la renovación interior y la
democracia interna a favor de una aparente unidad, de una homogeneidad y
disciplina basada en una casta semi-funcionarial que se pone al servicio del
superior jerárquico en lugar de las bases del mismo. Para “hacer carrera” en
los partidos políticos no valen ni el mérito, ni la capacidad, ni siquiera el
voto de los compañeros. Lo que sirve es el amiguismo, el parentesco, la
sumisión, la docilidad y, sobre todo, no expresar en alto ninguna idea propia.
Esa casta semi funcionarial está compuesta, en muchos casos, por gente que no
ha tenido nunca una actividad profesional fuera de las alas del partido y es la
que termina desembocando en los puestos públicos: ministros, diputados,
alcaldes, concejales, asesores, etc. Hay cientos de ejemplos de ello, de gente
que nunca se ha ganado la vida en la calle, que ni siquiera ha sido capaz de
terminar unos estudios universitarios pero que, eso sí, en sus currícula
utilizan auténticas filigranas lingüísticas para camuflar su indigencia
profesional. Esta casta política, esta clase dirigente criada en las
maquinarias de los partidos es la que ha venido gobernando y gobierna nuestras
instituciones públicas y los resultados de su labor están a la vista de todo el
mundo. Además, la endogamia propia de los partidos ha ido acompañada de una
constante propensión ha invadir todas las esferas posibles de la sociedad
controlando con sus mediocres peones toda aquello que pudiera servir a la
satisfacción de sus necesidades: instituciones financieras, culturales,
deportivas, educativas, asistenciales, etc.
En muchas ocasiones,
al expresar el rechazo a esta clase política se utiliza, en tono despectivo, la
denominación de los “profesionales” de la política. No creo que ser un
profesional de la política deba ser considerado como algo necesariamente malo.
La política debe tener un componente claramente vocacional pero como toda
vocación, para ser desarrollada en plenitud, debe ir acompañada de cierta
formación. Ser médico requiere tener vocación, pero además una determinada
preparación para plasmar esa llamada concreta en una excelente profesionalidad.
Cuando nos referimos a un médico como un excelente profesional no lo estamos
haciendo en tono despectivo, todo lo contrario. Y lo mismo debería ocurrir en
el ámbito de la Política. Sin embargo, del mismo modo que acudimos al mejor
profesional médico cuando tenemos un problema de salud y no a un curandero,
deberíamos acudir a los profesionales de la política y no a los politicastros.
La mayor parte de los médicos, por seguir citando esta profesión, que he
conocido son personas que, además de ejercer su actividad, siguen formándose a
lo largo de su vida para estar al día en sus conocimientos y poder así ejercer
mejor su profesión y qué raro es encontrar una actitud semejante en el ambiente
político.
Los partidos políticos
si quieren servir a la sociedad deberían realizar una profunda reforma de sus
esquemas de funcionamiento, volver a las raíces y al verdadero significado de
la política, del servicio a la ciudadanía y del bien común. Servir a la
sociedad no es servirse de ella.
Estamos ante una
crisis del sistema mucho más profunda de lo que algunos quieren ver. La clase
política debe ser la primera en recuperar los valores que hacen de la política
una noble tarea, una actividad que en estos tiempos, sobre todo, exige
ejemplaridad y sacrificios de toda índole, incluso personales o económicos. El
liderazgo político no puede seguir ausente en una sociedad cada vez más dolida
y defraudada porque, de lo contrario, otras fuerzas surgirán abriendo un
período de dura incertidumbre.
Santiago de Munck
Loyola