Egipto
y Siria fueron un mismo estado entre 1958 y 1961, constituyeron entonces la República Árabe Unida al
abrigo del prestigio del Presidente egipcio Gamel Abdel Nasser y de su
panarabismo. Tras la disolución de aquella efímera república ambas naciones
emprendieron caminos distintos. Hoy, las dos se encuentran en el centro de
atención de la comunidad internacional. Las consecuencias inmediatas de la
llamada primavera árabe de 2011 han sido diferentes para las dos naciones, pero
ambas sumidas en la inestabilidad guardan una gran incertidumbre sobre su
futuro.
En
el caso de Siria las revueltas de 2011 abrieron un proceso electoral, una
reforma constitucional bajo el omnipresente partido Baas y sus aliados y la
insurrección de parte del ejército y de la mayoría de la oposición que ha
terminado por sumir al país en una cruel guerra civil que ya se ha cobrado más
de 100.000 víctimas. En Egipto, tras la caída del dictador Mubarak, los
integristas ganaron las elecciones presidenciales, iniciaron un proceso de
islamización de la sociedad y de limitación de derechos civiles y tras las
revueltas y concentraciones en El cairo se produjo un golpe de estado militar
que acabó con el poder de los Hermanos Musulmanes. Las movilizaciones de éstos
y la dura represión de las nuevas autoridades suponen un alto riesgo de una
confrontación civil de incalculables consecuencias.
El
golpe de estado en Egipto recibió unas débiles condenas por parte de las
naciones occidentales que, en el fondo, se sentían aliviadas de que los
integristas musulmanes fueran alejados del poder. Sin embargo, la represión
ejercida por los militares ante las movilizaciones promovidas por los
seguidores del ex presidente Mursi ha hecho que la comunidad internacional y,
en especial, la Unión
Europea se esté planteando la adopción de sanciones contra el
nuevo régimen egipcio. En el caso de Siria, tras dos años de guerra civil, el
posible uso de armas químicas por parte del régimen contra la población civil
ha disparado, por fin, las alarmas y en estos día lo que se está planteando es
una intervención militar limitada norteamericana con el apoyo de sus aliados
contra las fuerzas del régimen sirio.
Siria
y Egipto son dos avisperos y su situación plantea toda clase de dilemas y de consideraciones
contrapuestas que se reflejan no sólo en las actitudes divergentes y
contrapuestas en la comunidad internacional, sino también en nuestras propias
sociedades. Egipto ha sido un poderoso aliado de los Estados Unidos y de
Occidente, su situación geográfica, controlando el canal de Suez y con ello el
tráfico del petróleo de Oriente Medio hacia nuestros países, le sitúa en un
plano privilegiado de la atención de nuestros gobiernos. El dictador Mubarak no
suponía ninguna amenaza para los intereses occidentales y nuestros gobiernos no
se preocupaban de los “asuntos internos” de Egipto. Proporcionaba estabilidad
en la zona y los intereses occidentales no peligraban. La llegada al poder de
los Hermanos Musulmanes sí hizo saltar las alarmas. No es posible olvidar que
la tan saludada por algunos Primavera Árabe abría la puerta a gobiernos
abiertamente contrarios a los intereses occidentales y, por supuesto, al
desarrollo de los derechos humanos en estos países. Túnez, Libia y Egipto son
buena prueba de ello. En todos estos países, con los gobiernos surgidos de la
citada primavera, los derechos de la mujer han retrocedido escandalosamente, la
libertad de culto está siendo restringida y la oposición perseguida. Las
diferentes fuerzas políticas musulmanas de corte integrista han usado las
oportunidades democráticas surgidas tras la caída de sus regímenes totalitarios
para imponer legislaciones abiertamente contrarias a los cánones occidentales
democráticos.
La
polémica está servida. ¿Deben los países occidentales permanecer al margen para
que se consoliden unos gobiernos islámicos claramente contrarios a los
principios democráticos? ¿Deben adoptarse sanciones contra el régimen egipcio
reforzando con ello a la oposición integrista de los Hermanos Musulmanes? ¿Deben
los países occidentales apoyar en Siria a una alternativa posiblemente más
contraria a las posiciones occidentales que la del actual régimen? ¿Se debería
haber apoyado en Egipto a un gobierno democráticamente elegido cuya finalidad
es acabar con la democracia y con los derechos humanos, tal y como los
concebimos los occidentales? No es sencillo ofrecer una respuesta clara y
coherente, sobre todo porque depende de la perspectiva de los intereses puestos
sobre el debate. Sin embargo, parece que hay una conclusión bastante evidente:
la supuesta primavera árabe fue, ante todo, una primavera frustrada cuyas
principales consecuencias han sido una profunda inestabilidad política en la
zona y la aparición de gobiernos de corte integrista que han ido recortando
derechos políticos y sociales de sus ciudadanos, al menos desde nuestra
perspectiva occidental. Claro que siempre habrá quien pregunte quiénes somos
nosotros para decidir lo que es bueno o no para esos ciudadanos árabes.
Santiago
de Munck Loyola