Translate

Mostrando entradas con la etiqueta reforma constitucional. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta reforma constitucional. Mostrar todas las entradas

lunes, 10 de agosto de 2015

El melón constitucional.


Todo parece indicar que el Presidente del Gobierno Mariano Rajoy ha decidido anunciar su predisposición a abrir el melón de la reforma constitucional. Es difícil saber si esta predisposición responde a una simple estrategia electoral de cara a los próximos comicios o si responde, tras casi cuatro años de gobierno, a la necesidad de “hacer política” una vez que ha considerado que ya se ha ocupado suficientemente de la economía. Es indudable que, sean cuales fueren los motivos, nuestra Constitución para algunos está necesitada de algunos retoques cuando menos y para otros de cambios más profundos que podrían afectar a la propia configuración territorial del estado.

Los socialistas y otros grupos se han apresurado a descalificar esta predisposición del Presidente aun cuando no ha anunciado qué temas quiere poner encima de la mesa de la reforma constitucional. Unos dicen que ellos ya habían propuesto iniciar un proceso de reforma hace tiempo y que el Partido Popular no había hecho ni caso y otros enseguida han sentido que se estaba aludiendo exclusivamente al poder autonómico. Cada cual, en definitiva, arrimando el ascua a su sardina.

Si finalmente se abre el melón de la reforma constitucional, sin duda, van a ponerse sobre la mesa de debate toda clase de propuestas, desde la abolición de la monarquía hasta la recentralización del Estado, pasando por el federalismo, el derecho de autodeterminación o la supresión del Senado. Aunque es obvio, no está de más recordar que la estabilidad y longevidad de un texto constitucional depende, sobre todo, del grado de consenso que se alcance entre los principales actores políticos y del nivel de arraigo que éstos tengan en el conjunto de la ciudadanía. A los principales partidos políticos corresponde, por tanto, un consenso inicial básico consistente en acotar de antemano aquellos aspectos de la Constitución que van a ser objeto de debate para su reforma. Y ello exige mucho sentido común, altura de miras, generosidad, sentido de Estado y, por qué no decirlo, patriotismo, cualidades difíciles de encontrar en el actual panorama político. La Constitución es reformable y cualquier propuesta de reforma es susceptible de ser analizada.

No faltarán los agoreros, los que pongan el grito en el cielo ante determinadas propuestas y los que, con más ignorancia que sentido común, se apresuren a gritar ante alguna de ellas que es inconstitucional o anticonstitucional, olvidando que solo las normas aprobadas y no las propuestas de nuevas normas pueden ser tachadas de inconstitucionales o anticonstitucionales. Una ley es inconstitucional cuando viola la Constitución y es anticonstitucional cuando, además de infringir preceptos constitucionales, pretende sustituir el actual ordenamiento jurídico por otro diferente. En todo caso hablamos de normas y no de propuestas de normas o de reforma constitucional.

Hace tan solo unos meses se armó algo de revuelo en torno al resumen, mal redactado, de una propuesta electoral de Esperanza Ciudadana que algunos se apresuraron a descalificarla tachándola de anticonstitucional sobre la permanencia o no y en qué condiciones de la Provincia de Alicante en el seno de la Comunidad Valenciana. Ante la constatación, por nadie rebatida, de que nuestra Provincia sufre desde hace décadas un maltrato presupuestario y una marginación política intolerable por parte de la Generalidad Valenciana, Esperanza Ciudadana proponía exigir el fin de esa situación, reclamar la deuda histórica de la Generalidad con nuestra Provincia y revisar su estatus en el seno de la Comunidad Autónoma reclamando, llegado el caso, la separación política y administrativa de la misma, preservando todos los vínculos históricos y culturales a que hubiere lugar. Es evidente que no sirve pasarse la vida lloriqueando porque el estado y la Generalidad nos maltratan. Hay que ofrecer soluciones y debatirlas. Si una administración pública como la Generalidad Valenciana no sirve a los intereses de los alicantinos y si, además, lejos de propiciar la convergencia social entre los habitantes de sus provincias lo que hace es ahondar las diferencias en perjuicio siempre de los alicantinos, es evidente que hay que dar un paso adelante y llegar hasta donde haga falta en defensa de la dignidad y el progreso de la gente de Alicante.

Y la propuesta de Esperanza Ciudadana era y es tan constitucional como pueda ser la propuesta de convertir a España en un estado federal o de suprimir el senado, por citar sólo algunas de las que ya se han puesto encima de la mesa.

No se puede olvidar que las administraciones públicas tienen un carácter instrumental, que en nuestro caso, además, se trata de una administración sin arraigo histórico o sentimental y que cuando una administración no sirve a los fines para los que fue creada o se reforma o se sustituye. Confundir el amor a la tierra, a la región con el amor a una administración, bastante inútil por cierto, es de una simpleza política que raya el ridículo. Nadie se rasga las vestiduras cuando se propone la supresión de las Diputaciones apelando al amor a esa institución y confundiéndola con el sentimiento de pertenencia a una determinada provincia. Y tampoco es posible olvidar que los vínculos culturales de la Provincia de Alicante con el resto de la Comunidad Autónoma solo son parciales y con diferente intensidad.

Hay que recordar que, de acuerdo a los Artículos 137 y 143 de la Constitución, la organización territorial del Estado en Comunidades Autónomas no es obligatoria y que la iniciativa del ejercicio del derecho a la autonomía corresponde a las provincias de forma también opcional.

Alicante debe exigir el sitio que le corresponde en el seno de la Comunidad Valenciana y la reparación de la discriminación presupuestaria que históricamente ha venido sufriendo. No hacerlo es seguir siendo ciudadanos de segunda y retroceder año tras año en los niveles de progreso y prosperidad que podría alcanzar. Alicante tiene capacidad y potencial de sobra para progresar y sus ciudadanos no necesitan soportar sobre su cabeza cuatro administraciones públicas diferentes. Menos seguir lloriqueando frente al Estado o a la Generalidad Valenciana se puede y se debe intentar cualquier iniciativa política.

Santiago de Munck Loyola


miércoles, 18 de diciembre de 2013

La agenda política y la agenda ciudadana.


No hay día que pase sin que conozcamos alguna noticia sobre la carrera independentista organizada por parte de la clase política catalana. Se van sucediendo las diferentes reacciones de los partidos y sus líderes en torno al anuncio del referéndum independentista organizado por CiU, ERC y sus socios de la versión catalana de Izquierda Unida y la CUP. Es cuando menos curioso observar como buena parte de la izquierda ha renunciado a su carácter internacionalista de tiempos pasado para anclarse en posiciones localistas de rancio abolengo. Izquierda Unida, sin ir más lejos, apoya la celebración de esa consulta independentista lo que significa que para esa formación la soberanía popular, la del conjunto de los españoles, es fraccionable a demanda. Es decir, que la soberanía popular, tal y como se recoge en nuestra Constitución, puede ser obviada, ignorada y transferida a sólo una parte del cuerpo electoral para que decida sobre el conjunto. Lo que nadie nos aclara, ni Izquierda Unida ni sus compañeros catalanes de aventura independentista es cual es límite hacia abajo en el que se puede ir fraccionando la soberanía popular. Si la soberanía popular puede, según ellos, ser amputada y ejercida sólo por una parte del cuerpo electoral, el catalán en este caso, ¿por qué no puede ser fraccionada aún más? ¿Por qué, por ejemplo, los ciudadanos de Badalona o del Valle de Arán no podrían a su vez ejercer el mismo derecho a decidir si quieren o no estar integrados en una hipotética Cataluña independiente? ¿Cuál es el criterio que se utiliza para justificar el fraccionamiento de la soberanía popular? Una verdadera incógnita.

El Presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, da por sentado que esa consulta independentista no se va a celebrar y se ampara en el respeto a la legalidad constitucional como garantía para ello. Por su parte, los socialistas del PSOE están tratando de reconstruir sus relaciones con los socialistas catalanes tras las evidentes discrepancias en este asunto reflejadas en la ruptura de su unidad parlamentaria. Hoy mismo, en la sesión celebrada en el Congreso de los Diputados el jefe de la oposición, Pérez Rubalcaba ha puesto de manifiesto su coincidencia con Rajoy a la hora de rechazar la celebración de un referéndum y de oponerse a una hipotética independencia de Cataluña. Y punto, porque a partir de esa coincidencia Pérez Rubalcaba ha aprovechado su turno para reiterar una vez más el discurso que en los últimos meses ha venido desplegando su partido, es decir, pedir el cambio de la Constitución y asegura, según él, al menos otros 35 años de convivencia entre todos los españoles en el marco de una España federal. Los socialistas, frente al desafío de los independentistas, son partidarios de reformar la Constitución de 1978 y dotar con ello a nuestro Estado de una estructura federal.

Es evidente que, tras 35 años de funcionamiento, nuestra Constitución necesita una revisión, pero es probable que dicha revisión no deba ir precisamente en la dirección que los socialistas señalan. La reforma constitucional no puede plantearse, porque es sencillamente falso, como una respuesta destinada a contentar a nacionalistas e independentistas, que tanto monta… Nacionalistas e independentistas sólo pueden justificar la razón de su existencia sobre la base de la confrontación permanente, de la reivindicación y del agravio comparativo. El desarrollo constitucional operado en las últimas décadas y plasmado en el modelo autonómico ha demostrado que a mayores cotas de descentralización estatal y autogobierno autonómico más independentismo. Cada cesión a los nacionalistas e independentistas lejos de atenuar sus reclamaciones ha servido para que suban un peldaño más en su escalada hacia la ruptura de España. Las llamadas al diálogo y al consenso de los nacionalistas e independentistas sólo sirven si con ellas “sacan tajada”, para ellos dialogar significa que el estado debe ceder a sus pretensiones, nunca a la inversa. Parece, por tanto, más que evidente que la solución de los socialistas, la reforma constitucional, al desafío de los separatistas peca de candidez y de aceptarse sería sumamente peligrosa para la unidad de España y para el modelo de Estado. Nadie puede creer sinceramente que la configuración de un modelo federal contentaría a los separatistas porque, por definición supondría la desaparición de los llamados “hechos diferenciales”. Y si lo que proponen es un desarrollo de eso que algunos denominaban el “federalismo asimétrico” no es necesario, porque eso es, en el fondo, la esencia de un estado autonómico, con competencias regionales diferentes en cada territorio.

Una gran parte de los ciudadanos vemos como un problema la actual articulación del Estado autonómico. Tiene graves defectos de funcionamiento que impiden fundamentalmente una auténtica igualdad de derechos y obligaciones entre todos los españoles y, además, comporta un grave lastre económico especialmente llamativo en tiempos de crisis como la presente. Una reforma constitucional debería quizás abordar la racionalización del estado, la redistribución y la delimitación precisa de las competencias cerrando, de una vez, el permanente proceso de incertidumbre.

Y siendo todo lo anterior tremendamente importante, da a veces la sensación de que la clase política está en juego bastante alejado de lo que hoy por hoy preocupa a la inmensa mayoría de los españoles. En medio de una recesión como la presente, con un paro atroz, con un crecimiento desorbitado de la pobreza y de las desigualdades sociales, con una caída del nivel de vida de los españoles y con un recorte permanente de nuestro Estado de Bienestar da la impresión de que la agenda de nuestra clase política está en otra cosa. La incapacidad de muchos políticos para resolver los problemas básicos de los ciudadanos queda difuminada tras iniciativas extemporáneas y sentimentalistas que terminan arrastrando al resto mientras los ciudadanos seguimos pagando las consecuencias de su fiesta. ¿No será mejor ocuparse ahora de resolver los graves problemas que asfixian a los ciudadanos? Yo creo que sí.

Santiago de Munck Loyola

jueves, 3 de enero de 2013

La imprescindible reforma del Estado.




El año 2012 se ha ido pero no así muchos de los problemas que a lo largo del mismo se han ido poniendo sobre la mesa del debate político. Dos de estos problemas que figuran en lugar destacado de la agenda política del nuevo año son la crisis económica con todos sus efectos y medidas para intentar salir de ella y la reforma del estado auspiciada tanto por la propia crisis económica como por la necesidad de ofrecer una respuesta a la apuesta independentista enarbolada por los antaño nacionalistas moderados.

Parece un hecho incuestionable que nuestro actual modelo de estado es, tanto desde el punto de vista económico, como del político insostenible. Los resultados están ahí, sobre la mesa, y ponen de manifiesto que tenemos un estado muy caro de mantener y poco eficiente. Los distintos estudios de opinión hechos públicos en los últimos tiempos señalan que una gran parte de los ciudadanos cuestiona el actual modelo y su propia viabilidad. Y junto a ello sigue creciendo el rechazo hacia buena parte de la clase política que lo gestiona. Es indudable que cuatro y, a veces, cinco administraciones superpuestas son muy caras de mantener y, no sólo eso, sino que, además, obstaculizan la vida del ciudadano y su proyección y movilidad económica. Sin ir más lejos, la semana pasada se hacía público un estudio según el cual la maraña de legislaciones que se han ido tejiendo desde las diferentes administraciones supone una barrera para la creación de riqueza y de empleo y que el impacto sobre las empresas supone una pérdida anual de más de 40.000 millones de euros. Durante los últimos años, nuestro mercado interior se ha ido fragmentando gracias a la hiperproducción legislativa de las Comunidades Autónomas, siguiendo exactamente el camino contrario al emprendido en los procesos de armonización legislativa con la Unión Europea. A este enredo legislativo tenemos que añadir unas normas estatales que han demostrado su incapacidad para poner freno a la corrupción económica y política, permitiendo el nepotismo, el amiguismo y con ello la insolvencia profesional y técnica en buena parte de los encargados de hacer funcionar la gigantesca maquinaria administrativa. Miles de empresas públicas estatales, autonómicas o municipales, auténtico aparcamiento en su mayoría  de militantes partidistas o de familiares y amigos de las élites de los partidos políticos constituyen un enorme lastre para nuestra maltrecha economía del que es preciso desprenderse y que se suma a la prolija lista de administraciones públicas y sus infinitos apéndices de toda índole.

El Gobierno, desde el primer día, se ha puesto manos a la obra iniciando todo tipo de reformas pero que no abordan el problema de la configuración del estado desde una perspectiva global y desde el imprescindible acuerdo con el principal partido de la oposición que, por cierto, parece más ocupado en sus asuntos internos que en tratar de ofrecer respuestas a los desafíos y a los problemas que, en gran medida, se arrastran de su inefable gestión. El proyecto de Ley sobre Transparencia, los proyectos de reforma de las administraciones locales, ayuntamientos, diputaciones y mancomunidades, o las distintas medidas adoptadas sobre reducción de entes públicos parecen parches o retoques de una estructura estatal que funciona mal y que no se puede sostener y da la impresión de que falta una idea clara de la arquitectura estatal, del proyecto que se quiere desarrollar, de la dirección hacia la que hay que encaminarse.

Una gran parte de los ciudadanos tenemos más o menos claro lo que queremos: iguales derechos y obligaciones para todos los ciudadanos con independencia del territorio en el que residamos, una sanidad, un sistema educativo y unas pensiones homogéneas, movilidad laboral y económica en toda España, mayor cohesión social y territorial, administraciones públicas más simples y eficientes, mayor representatividad de las instituciones democráticas, igualdad fiscal en todo el territorio nacional, menos cargos públicos, eliminación de las duplicidades, más transparencias en la gestión, menos discrecionalidad y menos corrupción,… Es decir, queremos lo que el sentido común dicta, pero nacen muchas dudas sobre si se trata de lo mismo que quieren nuestros dirigentes políticos. Con toda seguridad, alcanzar estas pretensiones resulta imposible con el actual e insostenible modelo de Estado y no cabe la menor duda de que esta incompatibilidad debe ser resuelta lo antes posible por la clase política.  Para lograrlo, los principales partidos parlamentarios, sobre todo aquellos con opciones de gobierno, deberían hacer un mayor esfuerzo por alcanzar acuerdos de Estado interpretando el sentir de la mayoría de los ciudadanos.

Si todo lo anterior lo ponemos además en relación con el desafío independentista lo cierto es que la situación es mucho más compleja. Y lo es fundamentalmente porque las aspiraciones del común de los ciudadanos chocan frontalmente con los objetivos de los movimientos independentistas cuya potente maquinaria propagandística lleva años difundiendo realidades virtuales que han ido calando en una buena parte de la población y siempre ante la pasividad, cuando no la complicidad, de los principales partidos políticos españoles y de una buena parte de los medios de comunicación. Tras la aprobación del último estatuto de Cataluña, que por cierto no fue refrendado por la mayoría de los electores catalanes, algunos políticos socialistas se apresuraron a preguntarse en público en qué quedaban los negros augurios de quienes afirmaban que se rompía España. Pues bien, aquí está el resultado: no ha pasado mucho tiempo y España se está rompiendo. El principal partido de la oposición, el PSOE no termina de adoptar una posición clara que sirva de referente a la hora de abordar el desafío independentista. De una parte, los socialistas catalanes respaldan la celebración de un referéndum sobre la independencia de Cataluña a pesar de que no sea legal. Desde Ferraz por una parte se afirma que el PSOE no apoya la celebración de esa consulta y, por otra, hoy mismo, el desmemoriado secretario de organización socialista acusa al Gobierno de inmovilismo respecto a la consulta ilegal. ¿Éso qué quiere decir? ¿Qué el Gobierno debe ser flexible y ceder ante una ilegalidad que atenta contra la soberanía del pueblo español? ¿A qué juegan los socialistas? Hoy por hoy, desgraciadamente el Gobierno no tiene un interlocutor sólido y fiable en la oposición porque no existe un proyecto de izquierdas para toda España.

Hace pocos días, los dirigentes socialistas han vuelto a proponer la vieja idea del federalismo como fórmula para reformar la estructura del estado. El federalismo tiene evidentemente sus ventajas y responde a situaciones concretas con bastante eficacia. ¿Pero piensan en serio que el federalismo va a servir para frenar las aspiraciones de los independentistas? ¿A quién quieren engañar con esa propuesta? Nuestro estado autonómico actual supone una descentralización política y administrativa muy superior a la de los estados federales existentes y si se copiase la fórmula alemana, por ejemplo, comunidades autónomas como la catalana perderían bastantes de las competencias que actualmente gestionan. Convertir las comunidades autónomas en estados federados con idénticas estructuras políticas e idénticas competencias es lo último que quieren los independentistas cuyos proclamados hechos diferenciales desaparecerían. Sacar a pasear por la plaza el toro del federalismo no pasa de ser un hecho anecdótico absolutamente improcedente a la hora de abordar en las actuales circunstancias los problemas de nuestro modelo estatal y del conjunto de los ciudadanos.

Gobierno y oposición tiene por delante una gran tarea para este año: lograr identificar las aspiraciones de la mayoría de los ciudadanos e intentar ponerse de acuerdo con el modelo y las reformas que permitan alcanzarlas. Una gran responsabilidad para la que habrá que confiar en que estén a la altura nuestros dirigentes políticos, económicos y sociales.

Santiago de Munck Loyola


miércoles, 31 de agosto de 2011

Una reforma constitucional legal, pero con déficit de legitimidad.

Esta mañana, algunas tertulias radiofónicas se hacían eco de la innecesaria reforma constitucional puesta en marcha para intentar frenar el gasto de nuestras administraciones públicas. Y, al igual que en algunos periódicos, los intervinientes debatían sobre la legalidad y la legitimidad de esta reforma de la Constitución. Así, se argumentaba que la reforma era legal puesto que se hacía respetando al pie de la letra el mecanismo de reforma previsto en la carta Magna y legítima pues estaba respaldada, además, por más del 80 % de los representantes de la soberanía popular, los diputados socialistas y populares.

No es ésta la primera vez que puede observarse como, en los medios de comunicación, se usa el concepto de legitimidad política con tanta ligereza, como desconocimiento. Ya hace tiempo que, a propósito de la formación del primer gobierno de Rodríguez Zapatero, el periodista Jiménez Losantos, afirmaba con su rotundidad habitual que “este gobierno es legal y, por tanto, es legítimo”. Con ello, parecía asimilar el concepto de legalidad con el de legitimidad, error muy frecuente. Los gobiernos del dictador Fidel Castro serán muy legales porque se habrán constituido conforme a la legalidad cubana vigente, pero no son legítimos porque ni las leyes que los producen están elaboradas con criterios de legitimidad, ni dichos gobiernos cuentan con el respaldo democrático necesario. Es práctica frecuente también obviar la distinción, clásica en la ciencia política, entre la legitimidad de origen y la legitimidad de ejercicio.

Volviendo a la reforma constitucional hay algunos aspectos que merece la pena ser considerados. Es cierto que la reforma es legal pues se está haciendo mediante el sistema constitucionalmente previsto. Como también lo es que los parlamentarios son los legítimos representantes de la soberanía popular. Pero también es un hecho cierto que cuando los partidos políticos presentaron sus programas electorales en la elecciones generales de 2008 no propusieron a los votantes reformar la Constitución en el sentido en que lo van a hacer. Los electores no respaldaron con su voto, no otorgaron mandato a los parlamentarios electos para que procediesen a reformar la constitución. Es decir que la soberanía popular no se pronunció en el año 2008 sobre este punto. El mandato y la representatividad de los parlamentarios, su legitimidad, se sustenta en esa relación de confianza que se puede resumir en “yo te voto para que hagas lo que me has propuesto en tu programa”. Por tanto, los parlamentarios socialistas y populares no tienen mandato alguno de los ciudadanos para emprender esta reforma, no cuentan con la legitimidad suficiente para realizar una reforma de tanto calado de la norma superior del estado, la norma que regula la convivencia y organización de la nación. Esto es un hecho evidente.

Subrayada la ausencia de mandato para reformar la constitución y la inexistencia de pronunciamiento de la soberanía popular sobre el asunto, resulta aún más llamativo que esta reforma se haga sin un referéndum, mecanismo legalmente no exigible, o que se haga sin esperar al resultado de las próximas elecciones generales en cuya campaña los partidos políticos tendrían una ocasión de oro para proponer y explicar a los votantes la necesidad y el alcance de esta reforma constitucional y de obtener así el mandato necesario de la soberanía popular para modificar la Constitución.

El déficit de legitimidad para realizar esta reforma constitucional es evidente por mucho que editorialicen en contrario determinados medios de comunicación. Podrán poner el énfasis sobre la legitimidad de esta decisión pero, por mucho que lo hagan, no podrán soslayar el hecho de que esta reforma se hace, pudiendo hacerlo, sin contar con el pueblo soberano.

Santiago de Munck Loyola