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miércoles, 16 de abril de 2014

Se puede si se quiere.


Si la política nunca ha sido una actividad especialmente apreciada por la mayoría de los ciudadanos hoy, desgraciadamente, lo es aún menos. Pocas cosas pueden resultar en nuestros días menos atractivas para mucha gente que la política. La conducta de buena parte de la clase política y los malos hábitos y vicios de los partidos y demás instituciones están en el origen de ello. Se palpa un absoluto desengaño y hastío hacia la política, los partidos, los políticos y las instituciones. Existe un hartazgo generalizado y, sin embargo, casi todo el mundo en un momento u otro del día habla de la situación política de nuestro país y opina sobre unos u otros. No es infrecuente escuchar frases como “todos son iguales”, “todo son mentiras” o “para qué molestarse, van a seguir haciendo lo que les dé la gana”. En los encuentros familiares, en las reuniones de amigos, en la compra o en el trabajo se escuchan estas frases que, en el fondo, no hacen otra cosa que expresar una desconfianza profunda hacia la política y sus actores. Mucha gente no quiere saber nada de la política, pero no puede sustraerse a sus efectos porque la política está presente, querámoslo o no, en todas las facetas de nuestra vida.

Y este estado anímico alcanza incluso a la gente más próxima de quienes aún creemos que la política, con todos sus defectos e imperfecciones, es una noble tarea por la que merece la pena luchar. Las advertencias o los consejos en los círculos más próximos se suceden: “no te esfuerces tanto que las cosas no van a cambiar”, “¿Para qué te molestas? ¿No has aprendido todavía que todos los partidos son iguales y que no quieren gente preparada y con iniciativa?”, “¿Para qué te esfuerzas? Sin padrinos o amigos no vas a llegar a ningún sitio…” Y me resisto a aceptarlo. Me resisto a tirar lo toalla a pesar de las muchas desilusiones que a lo largo de más de 30 años de activismo político he sufrido.

Es cierto que el mundo de la política y todo lo que en ocasiones le rodea no es muchas veces precisamente ejemplar, pero no es menos cierto que se diferencia muy poco del ambiente que puede existir en el mundo laboral, empresarial o sindical. El mundo de la política no es un mundo aislado, no es una burbuja desconectada de la realidad social, sino que se nutre de ella para lo bueno y para lo malo. Las lealtades personales cambiantes, la desconfianza, las meteóricas carreras de los medradores profesionales, las traiciones, el incumplimiento de los compromisos o de la palabra dada, el amiguismo, el favoritismo o el acoso son algunos de los comportamientos que, si bien se resaltan mucho cuando hablamos del mundo político, también están a la orden del día en el mundo de la empresa o en el de las relaciones personales. Se trata de conductas propias de la condición humana y sobre todo de conductas íntimamente relacionadas con los valores y principios rectores de las conductas individuales.

La corrupción, por ejemplo, no es un mal exclusivo de la política ni de los políticos, sino que se encuentra presente en todas las esferas de la vida social. Se tiende a magnificar y a subrayar sus manifestaciones en la política porque, al fin y al cabo, la política es una esfera pública y porque en un sistema democrático todos los ciudadanos somos o deberíamos ser los “dueños” de la política y, por tanto, estamos o deberíamos estar más que legitimados para denunciarla y exigir las responsabilidades a que hubiere lugar. Los ciudadanos somos los accionistas de una gran empresa que se llama España y como tales tenemos los mismos derechos y las mismas obligaciones que el accionariado de una empresa para exigir resultados y demandar responsabilidades.

Sin embargo, la política no es mala por si misma, son malos muchos de sus protagonistas y si conservan su protagonismo es porque la mayoría de los ciudadanos les dejan, por acción o por omisión. La política es una noble tarea, la única cuya razón de ser es la transformación pacífica de la sociedad. Es desde la acción política, desde el compromiso activo, donde el ciudadano puede invertir la situación. La vida política es patrimonio de todos los ciudadanos. Quejarse, lamentarse o conformarse dando por sentado que nada puede cambiar no conduce a nada, tan solo sirve para reforzar la situación de quienes con su conducta manchan diariamente la vida política. Abstenerse o votar a los de siempre tampoco servirá para que la política recupere la limpieza y el brillo que debería tener. Hoy más que nunca los ciudadanos disponemos de formación e información permanente para poder actuar, para poder influir de forma decisiva en la transformación de nuestro entorno. No hay sistemas políticos eternos, no hay poderes infranqueables, no existen partidos políticos imbatibles y los ciudadanos disponemos de más y mejores instrumentos para que nuestra voluntad sea la que haga de la política un bien al servicio exclusivamente de las personas. Si queremos, podemos.

Santiago de Munck Loyola



martes, 5 de marzo de 2013

PSOE y PSC, una relación imposible.



La votación en el Congreso, el pasado 26 de febrero, sobre la resolución a favor de la consulta independentista en Cataluña evidenció lo que muchos ya sospechaban desde hace tiempo que el PSOE ha dejado de ser un partido de ámbito nacional, de toda España, y, por tanto, ha dejado de constituir por si mismo una alternativa de gobierno. La ruptura del Grupo Socialista provocada por el alineamiento de los socialistas catalanes en el bando de los independentistas no es una buena noticia para la salud de nuestra democracia, todo lo contrario, se trata de un elemento más de preocupación y de estabilidad institucional que debería ser resuelto de la mejor manera y lo antes posible.

Pese a todos los intentos de edulcorar la posición de los socialistas catalanes manifestando que no están a favor de la independencia de Cataluña, sino sólo a favor de que se realice una consulta popular en Cataluña, y de que son partidarios de una España federal, lo cierto es que sus posiciones y sus actos coinciden milimétricamente con las estrategias rupturistas de los independentistas para quienes cualquier vulneración de la legalidad es válida siempre que se encamine hacia sus propósitos que no son otros que la independencia. Hoy, esta afirmación se ve confirmada por el hecho de que el Presidente de la Generalidad catalana, Artur Mas, ha decidido llevar a votación al Parlamento catalán, y a petición precisamente del Partido Socialista de Cataluña, la misma resolución a favor “del derecho a decidir” (es decir, de violentar la Constitución Española) que fue votada y rechazada por el Congreso de los Diputados la semana pasada y que evidenció la voladura intencionada del grupo socialista. Más claro el agua: los socialistas catalanes coinciden plenamente con las estrategias independentistas de Artur Mas y sus socios.

Es evidente que para los independentistas catalanes resulta indiferente lo que resuelva el Congreso de los Diputados porque, desde su perspectiva, no lo reconocen como depositario de la soberanía del pueblo. Parten de la existencia real, aunque aún no formal, de un sujeto político distinto y propio, de una nación diferente que excluye la existencia de cualquier otro sujeto político concurrente. Niegan por tanto la existencia del pueblo español como sujeto político soberano, tal y como se reconoce en el Artículo 1.2 de la Constitución Española, y consiguientemente de su representación institucional a través de las Cortes Generales, Congreso y Senado. Reclaman para si exactamente lo que niegan a los demás y lo hacen con el sentido propio de los movimientos excluyentes y totalizadores. Hay cierta involución conceptual en torno al alcance  del concepto de soberanía. Mientras las constituciones más modernas han ido sustituyendo el concepto de “soberanía nacional” por el de “soberanía popular o del pueblo”, los independentistas se aferran al concepto de nación y, por tanto, al de “soberanía nacional” estableciendo unos conveniente límites para sus intereses al mismo. El llamado “derecho a decidir” viene a ser un eufemismo para sortear el concepto de soberanía popular, la soberanía del pueblo español, establecido en Constitución de 1978 y del que emanan paradójicamente las actuales instituciones catalanas. Cabe preguntarse ¿quién tiene derecho a decidir? Y, sobre todo, ¿quién está legitimado para señalar quienes sí y quienes no tienen derecho a decidir? ¿Dónde se establece el nivel? ¿Tiene derecho a decidir el pueblo español? ¿El pueblo catalán? O una vez rota la delimitación constitucional ¿tendría derecho a decidir cualquier entidad local o provincial? ¿Tiene derecho una parte del pueblo soberano a excluir a otra parte del mismo en la toma de decisiones?

Parece claro que el acuerdo es prácticamente imposible si de lo que se trata es de romper unilateralmente las reglas de juego y de imponer unas nuevas reglas sin el consenso entre todos los participantes. Y parece aún más claro que los socialistas catalanes han apostado por “el derecho a decidir”, es decir, por la voladura de la soberanía del pueblo español en contra de las tesis y presupuestos ideológicos del PSOE. Por ello, parece difícil que la recomposición de los acuerdos que mantenías unidos a ambos partidos llegue a buen puerto. Son dos posturas irreconciliables por mucho que traten de “vender” otra cosa. Si el PSOE renueva algún tipo de acuerdo de colaboración con el PSC sin que éste renuncie a las tesis independentistas, el primero habrá dejado de ser de forma definitiva un partido de ámbito nacional o estatal como les gusta decir a ellos. Y ése es un lujo que España no se puede permitir.

Santiago de Munck Loyola